Entrados en desgracia, rompiendo prejuicios, taladrando el alma marchita.
(Permítaseme ladrar sobre el lodo. Dejar una a una, cada mina, esperando romper carne, huesos, dientes, cráneos)
El problema no radica en la insalvabilidad del individuo, el problema radica en el movimiento perentorio al que consigna su satisfacción. En una madrugada lluviosa, con esa capa de podredumbre que trae consigo el saberse mal habitado, saque de mi bolsillo un martillo con el cual poder azotar mi mano. Pensé en todas las posibles maneras para torturarme. Quise que mi mano no volviera a sus movimientos conocidos. Quise mutilarle. Después de las cien primeras descargas, el azote en mi pulso era tal que no sabia como mantener a la mano que castigaba. A buen cometido, ella sabia que dejar esa tarea inconclusa repercutiría no sólo en mi estado de ánimo, sino que la mano castigada, al lograr recuperarse, olvidaría todo el dolor sufrido.
A la mañana desperté no como quién sale del sueño que trae descanso. Desperté sonámbulo. Resistiendo apenas el punzar de la mano castigada. Era el momento. Tenía que cortarla.
Limpié hasta donde llegaba la parte afectada. Me unté un poco de desinfectante y preparé la sierrilla.
Con el filo del acero tocando esa parte ahora insensible de mi piel, noté que no tenía porqué cortar mi mano, ella no tenía parte en el asunto. El culpable era mi tobillo. Sin él no hubiese podido llegar hasta ningún lugar. Supe que si lo cortaba, estaría a salvo de moverme nuevamente hasta el televisor en dónde, no sin descaro, unas fofas caderas se pavoneaban a su entera complacencia sobre ese pene erecto.

Dolls

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